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No entiendo nada. ¿Qué hace ahí esa multitud? ¿Qué ocurrirá? Me pongo nervioso. Algo grave ha debido de pasar, lo presiento, pero, sin embargo, no siento que mi corazón lo esté. No lo noto bombear a mil revoluciones por segundo como en aquella ocasión en la que el pánico se apoderó de mí, cuando casi atropello a una joven que vestía de rojo, mientras cruzaba el paso de peatones empujando un carrito. Supongo que con un bebé en su interior.

                Sigo sin entender nada. No sé qué hago aquí, cuando debería estar… No sé dónde tendría que estar. No lo recuerdo. Intento hacer memoria, me esfuerzo en ello, pero no lo consigo. Solo veo ese montón de gente aglomerada como si repartieran algo gratuito que no deja concentrarme. Intento saber que dicen. No puedo. No logro que mis oídos lleguen hasta ellos. Solo sonidos de murmullos de los que no consigo descifrar ninguna palabra con sentido. Debería acercarme más para ver qué ocurre y oír que dicen. Me da miedo aproximarme y descubrirlo. No quiero. Algo en mi interior me advierte de que evite hacerlo. Pero debo hacerlo. Me come la curiosidad por saber qué pasa. Doy un paso, otro, un tercero. Me detengo y vuelvo atrás al darme cuenta de que no huelo nada. Miro hacia arriba como si de esa manera pudiese atrapar algún olor, pero… Nada. Que extraño. Ni siquiera el dióxido que desprenden los motores de los coches que pasan aminorando su marcha para intentar ellos también descubrir que sucede a través de sus ventanillas.

                No sé qué hago aquí. Debería marcharme. Si, mejor me marcho. Intento hacerlo, pero ahora mis piernas se niegan a moverse. Me ayudo con las manos a levantarlas del asfalto. Tiro de ellas. Quiero gritar. Gritar tan fuerte que espante a ese grupo de personas como si fueran palomas que, hambrientas, van en busca del último grano de semilla que una vieja les lanza sentada desde un banco. Unas sirenas llaman mi atención. Se aproximan a toda velocidad. Son coches de policía que preceden a una ambulancia para facilitarle el paso. Vienen hacia aquí. La gente empieza a alejarse y dejan espacio. Entonces la veo, veo a la mujer de rojo, de pie, con un bebé al que aprieta con fuerza contra su pecho. El niño llora. Lo hace con toda la potencia que sus pequeños pulmones le permiten. Unos sanitarios atrapan mi atención. Ni siquiera me han visto, pero si no llego a retroceder casi tropiezan conmigo. Van como alma que lleva el diablo llevando con firmeza una camilla. La gente deja más espacio. El círculo es cada vez más grande. Varios policías se encargan de ello. Aparece en mi campo de visión un semáforo tumbado. La luz roja brilla intensamente. Entonces me acerco. Algo ha tenido que derribarlo de esa manera, algo que ha impactado con fuerza contra él. Sigo caminando y… veo que el motivo ha sido un Ford del 87. Uno igual que el mío. Debe ser pura casualidad. Me acerco más y veo que en su interior aún hay alguien. Mis pies se clavan en el asfalto al descubrir que soy yo, con la cabeza apoyada sobre el volante.

                Grito. Grito fuerte, pero nadie puede oírme porque ningún sonido consigue salir de mi garganta.

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