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        Aprovechando la ausencia de su esposa, Marco, emperador romano, sumergía su cuerpo fornido con la ayuda de sus dos esclavas, en las calientes aguas de las termas privadas que  poseía su domus. Era algo que se había vuelto habitual cada vez que su  esposa faltaba del hogar.

 

     Sintiendo cómo el vapor llegaba a su rostro relajándolo, ordenó la retirada a sendas esclavas y que no se atrevieran a molestarle hasta nueva orden, si no querían ser azotadas. Ambas, vestían túnicas  casi transparentes que, si hubiesen sido el propósito de su amo, éste no hubiese dudado en poseerlas allí mismo.  Viendo cómo marchaban con la mirada fija en las teselas que pisaban, cerró los ojos y se centró en el motivo que le había llevado hasta allí.

    Aunque ser infiel era muy normal y sabido en Roma, él, como emperador, quería y debía guardar en secreto sus encuentros amorosos. El emperador reclinó la cabeza hacia atrás recordando su última infidelidad. Excitado solo de pensarlo, llevó la mano a la entrepierna atrapando con fuerza su miembro, y comenzó a acariciarlo esperando a que en cualquier momento apareciera por la puerta.

 

    A su mente llegó aquella imagen. Veía cómo el deseado cuerpo de su amante, bajaba las escaleras de la piscina con  mirada lasciva para reunirse a su lado. Mientras lo hacía, se llevaba la mano a su sexo ofreciéndoselo. Marco sin demora,  lo aceptaba y saboreaba,  mientras clavaba sus firmes manos en los glúteos de su amante, y los empujaba hacia él.

      El emperador dejó libre su miembro. Se había metido tanto en aquel recuerdo que, si no lo hacía, temía no tener el mismo deseo que ofrecerle cuando estuviese delante, pero sin poder evitarlo, las imágenes inundaron de nuevo su mente. Tenía decidido hacerlo como la última vez. Pondría su cuerpo de espaldas, descansando sobre el borde de la piscina, momento, en el que introduciría su órgano erecto satisfaciendo la necesidad que ambos buscaban. Comenzaría con acometidas lentas, susurros lujuriosos al oído, y subiría el ritmo al excitarse con los jadeos que profería su amante cuando se encontraban en  momento tan culminante, para terminar, con sus cuerpos enredados entre besos y caricias que recorrerían con la piel mojada.

      El chapoteo de unos pies entrando en la piscina, sacaron de aquel trance al emperador, buscando con la mirada, aquellos ojos que se aproximaban.

     —Te estaba esperando, Julio.

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