Se acabó… Todo fue en vano. Ochenta y siete días cautiva. Ochenta y siete días observándolo, estudiándolo, anotando en mi mente todos aquellos detalles que creía útiles cada vez que entraba. Sin un mísero reloj para guiarme. Orientándome tan solo por la luz que entraba por una pequeña rendija que tenía por ventana a la que ni siquiera alcanzaba a asomarme, y que proyectada su potente rayo, en la pared desconchada de enfrente.
Solo un somier de muelles y un colchón que me provocaba arcadas cada vez que mi cuerpo entraba en contacto con él, era el único mobiliario del que disponía. En uno de los rincones, un cubo donde debía hacer las necesidades. Hasta que no se encontraba casi al borde, el mismo individuo con el rostro cubierto que entraba por la puerta, no se lo llevaba dejándolo de nuevo con los restos que habían quedado adheridos a él. Dejaba un insoportable olor que no daba tiempo a desvanecerse porque otra vez se encontraba casi lleno. Gracias a aquel hedor, fue como sospeché que echaba algo en la comida que me mantenía drogada.
Ochenta y siete días estuve maquinando un plan para poder escapar de allí.
Cada vez que me traía el alimento, sobre la bandeja, solo había dispuesto un plato con sopa, junto al agua en un vaso de plástico. Nunca había cubiertos. Siempre tenía que comer sorbiendo. No sé de qué tenía miedo. Él es más fuerte que yo. En un cuerpo a cuerpo nunca habría vencido, pero subestimaba mi inteligencia. Solo era cuestión de esperar y, así lo hice cuando el día oportuno llegó.
El sol me iba marcando la hora. El individuo entraba dos veces al día. Ni más, ni menos durante el tiempo que estuve secuestrada. En ese tiempo, conseguí partir un alambre de unos diez centímetros del somier que me costó varias ampollas en los dedos. Con él fui raspando en la parte trasera de una jamba podrida que aún tenía el mérito de permanecer clavada al marco de la puerta, restos de cemento que terminé convirtiendo en polvo gracias a la pata de la cama. Lo guardé con paciencia hasta que lo necesitase, en el interior de la doble tela que aún conservaba la etiqueta del colchón. No sabía exactamente qué parte del menú me aderezaba con la droga, así que dejé de beber primero, vertiendo el agua en el cubo. Estuve un par de días prescindiendo de ella y seguía igual de drogada. Lo suficiente, para no poder reaccionar contra mi secuestrador en caso de verme obligada a ello. Debía dejar de comer sin que se diese cuenta, pero esa tarea, no me resultó tan fácil como el deshacerme del agua. Aun así, lo conseguí.
Aproveché el día en el que mis deposiciones se iban de viaje. Nada más darse la vuelta después de recoger el cubo, yo estaba esperando justo detrás de él con el polvo que había conseguido sobre la palma de mi mano. Un solo soplido bastó para que soltase el objeto y se llevase las manos a los ojos. Momento del que me serví para salir corriendo por la puerta sin ni siquiera detenerme a cerrarla detrás de mí.
Ochenta y siete días esperando aquel instante.
En el exterior aun no había anochecido. La vieja casa donde permanecí cautiva se encontraba en medio de un pantano fangoso. Y es donde precisamente me encuentro hundida hasta las rodillas. Notando como mi cuerpo se va sumergiendo poco a poco mientras mi secuestrador, ahora sin capucha, me observa con una sonrisa triunfante.