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Al despertarme, me encuentro tan cerca de un montón de leña ardiendo que, en cuestión de segundos, oigo a mis pestañas gruñir al contacto del calor de las llamas.

            No recuerdo cómo he acabado aquí, pero sí, cómo sin necesidad de detener el motor, una furgoneta que venía de frente tiró de mí para introducirme en ella. Del resto, no consigo acordarme.

            No se han dado cuenta de que he despertado. Logro retirarme unos centímetros del fuego sin hacer ruido, lo suficiente para evitar achicharrarme sin que noten nada. Uno de ellos parece mayor por el cabello canoso que puebla su cabeza. Aunque no lo sea, diría que tiene unos cincuenta. Puedo imaginar cómo, debajo de la bufanda roñosa que lleva, el pelo termina remolinado al final del cuello. La persona que lo acompaña me da la espalda. Está sentado frente al viejo y es algo más joven. Su corte a lo militar y los fibrosos bíceps lo delatan. Quizás sea su hijo.

Me pregunto por qué me escogieron a mí. Mis padres no tienen donde caerse muertos. Ni siquiera propiedades, vivimos de alquiler. Entonces… ¿Por qué? Me fijo en las paredes. Mirándolas es cuando me doy cuenta del mal olor que me ha rodeado desde el principio. Están ennegrecidas, supongo que por el humo, sí, seguro que es por el humo. Necesito darme la vuelta. Me duele el costado sobre el que descansa mi cuerpo, pero no me atrevo a moverme otra vez para averiguar el motivo. Descubrirían que desperté. Al menos estoy viva, aunque tengo la certeza de que algún objeto está clavado en mi cintura.

Otra vez ese olor. Debe haber a mi espalda una ventana que, cuando el aire entra, arrastra el olor putrefacto hacia mí. Percibo la leve brisa que agradezco, pero no soporto el hedor. Tengo que moverme, mi cintura lo exige. Miro hacia ellos. Quizás sea la ocasión. Están distraídos con algo que tienen en las manos, pero no consigo verlo. Me pregunto qué será lo que les tiene tan concentrados. A mis oídos, solo llega el susurro de sus voces que no logro descifrar porque el ruido del fuego carbonizando la madera las mata. Decido moverme, tengo que girarme. Al hacerlo, descubro a una enorme rata mordiendo mi cintura. Ahogo el grito en mi interior. Mis manos, inmovilizadas, impiden que pueda ahuyentar al roedor. Lo intento zarandeándome un poco. Busco con la mirada algo cortante que ayude a deshacerme de la cinta que subyuga mis muñecas cuando, quedo paralizada. Numerosos rostros con las cuencas vacías parecen que me miran pidiendo socorro, mientras yacen amontonados en un rincón sin vida. De sus cuerpos desnudos ha emanado toda la sangre, los rodea ya coagulada y seca.

Ese era el olor. Olor a muerte.

Ahora sí. Ahora grito.

 

 

 

 

               

          

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Relato seleccionado en un certamen y publicado por la editorial en un libro de antología.

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