Desde la ventana, Marga observaba de pie cómo su esposo, John, podaba el limonero de la finca con la escabrosa motosierra que tanto miedo le provocaba. Venía amenazándole desde hacía un par de años que, si no le cortaba las ramas, sería imposible recoger el fruto en la siguiente cosecha.
Con melancolía, Marga se fijó en la bufanda que dejó a medias, recordando cómo cada vez le costaba más centrar la vista mientras la tejía, llegándose a arrepentir de no haber acudido a la cita que tenía con el oftalmólogo. «Si lo hubiese hecho, quizás la hubiese terminado», pensó. Pero el camino de varias horas hasta la ciudad le fatigaba demasiado.
De nuevo miró hacia el exterior. Se preguntaba cuanto tiempo le quedaría a su esposo para que regresara a la casa y preparase ese chocolate caliente con el que todas las tardes le obsequiaba, cuando una mariposa de alas amarillas se posó en una de las azaleas del jardín, llamando su atención. Admirada por su belleza, se olvidó por un momento de John. Hizo un recorrido con la mirada por toda la estancia. Unas tazas con los posos del último chocolate que se había tomado junto a su esposo el día anterior reposaban aún en el interior de un fregadero de porcelana junto a una única cena sin tocar sobre la encimera. Aquella imagen entristeció a Marga y bajando la mirada, negó con la cabeza.
En el rincón, un limón cortado por la mitad descansaba en el interior de un cuenco de madera. Iba a ser uno de los ingredientes que utilizaría para hornear el bizcocho que hacía todos los domingos para John. Aquel pensamiento le recordó el trabajo que realizaba su esposo en el exterior y dirigió la mirada hacia fuera. John serraba las pequeñas ramas de la parte superior del limonero subido en una escalera. «Ya le queda poco», pensó mientras se imaginaba saboreando la taza de chocolate. Un frío pareció recorrerle las piernas. Miró hacia la chimenea y comprobó que no estaba prendida. «Además de fregar la loza, también se ha olvidado de encenderla al levantarse esta mañana», se dijo sin necesidad de despegar los labios. Alicaída, prosiguió observando a su marido.
Con las lágrimas resbalando por sus mejillas, John seguía cortando las ramas del endiablado limonero que tantas broncas le había costado con su querida esposa. Al recordar la última discusión que mantuvo con ella, una rabia interior se apoderó de él sin poder remediarlo. Puso los dientes de la maquina sobre el grueso tronco, y subió la intensidad de la motosierra provocando un estruendo casi ensordecedor. Quería destrozarlo, arrancarle la vida. No deseaba ver más aquel árbol en su jardín. Por un momento quiso cumplir el deseo de su mujer podándolo, pero la rabia no le dejaba. Se arrepentía una y otra vez de haber discutido con Marga aquella tarde, cuando le dijo que no podría encargarse del limonero porque sus compañeros le esperaban para jugar unas partidas de billar. Aquel comportamiento enfureció a Marga. Cuando entrada la noche John regresó con unas copas de más, los faros de la ranchera iluminaron el lugar donde el limonero erguía sus altas ramas. A sus pies, yacía su esposa muerta con un gran corte en la pierna por el que se había desangrado. A su lado, la motosierra aún permanecía caliente.
En un último intento por cortar el árbol, John dejó caer al suelo la motosierra rugiendo. Detrás de ella lo hizo él de rodillas, sintiéndose aliviado por no haberse deshecho del limonero y cumplir con la promesa que había hecho a su amada esposa. Alzó la vista al cielo y no pudo evitar que un par de lágrimas se asomaran, intrigadas por descubrir el motivo por el que habían sido llamadas. Acto seguido dirigió la mirada hacia la ventana donde su esposa solía mirarle mientras él trabajaba. Desde ella, Marga seguía observándole mientras esperaba su taza humeante de chocolate, sintiendo en lo más hondo de su ser la necesidad de abrazarlo. Pero John, ya no podía verla.
Relato galardonado como Mención de Honor por una editorial que lo incluyó en un libro de antología.